Recibí el Informe Anual 2016 del comisionado parlamentario sobre las cárceles en Uruguay. Mediante un profundo análisis, el informe destaca las complejidades del tema penitenciario en el país. Sus conclusiones y pertinentes recomendaciones me llevaron a reflexionar.
La situación que plantea el informe no es nueva: ya en 2010, el entonces relator sobre tortura de las Naciones Unidas (ONU), Manfred Nowak, advertía al país sobre un posible “colapso total” del sistema si se insistía en el enfoque punitivo que, lejos de conducir a la rehabilitación, exhibe su ineptitud al no impactar en los índices de delincuencia, y mucho menos de reincidencia.
Desde entonces, varios órganos de la ONU —incluso la alta comisionada adjunta para los Derechos Humanos, así como nuestra Oficina para América del Sur— han recordado sostenidamente a Uruguay sus obligaciones en la materia. Los expertos internacionales, en línea con las observaciones del comisionado parlamentario, subrayan la necesidad de que el Estado recupere su rol resocializador y renuncie a usar las cárceles como simples depósitos de personas, donde las violaciones de derechos humanos parecen formar parte de la propia condena.
Dentro y fuera del país, las autoridades han expresado su voluntad de atacar el problema carcelario. Y ciertamente ha habido progresos, como las experiencias positivas en Punta de Rieles o el trabajo del Centro de Formación Penitenciaria, destacados en el informe del comisionado. Sin embargo, no queda claro si las autoridades acusan recibo de lo apremiante del tema: como se desprende del informe, el ritmo de avance está lejos de ser coherente con la urgencia de la situación, lo que pone en entredicho el verdadero compromiso político con una reforma en este ámbito.
A siete años del informe Nowak, inquieta la evidencia presentada por el comisionado de que la tortura aún es una práctica arraigada en las cárceles uruguayas. Impresionan las precarias condiciones de reclusión para más del 60% de la población interna, así como la insuficiente infraestructura y personal adecuado, al igual que la falta de respuestas en materia de salud mental y tratamiento de adicciones. Y sobre todo, impacta constatar que para muchas personas que han cumplido una pena de prisión, la reinserción no es más que un sueño lejano.
Estas y otras situaciones, descritas en el informe, son realidades innegables en Uruguay, las que he podido constatar en mis años como representante del Alto Comisionado de Derechos Humanos en la región, no solo a través del intercambio con autoridades y personal penitenciario, sino también en el relato de los propios privados de libertad.
Saludo el importante rol que desempeñan el comisionado parlamentario penitenciario y su equipo, que arroja luz sobre una realidad tan oscura como la vida en las prisiones, sobre todo en ausencia de estadísticas sistemáticas de calidad en la materia. Al mismo tiempo, insto a las autoridades a tener en cuenta las recomendaciones de su informe, que a su vez se alinean con aquellas realizadas por las Naciones Unidas. Este conjunto de recomendaciones ofrecen una base sólida para enfrentar de una vez por todas el problema penitenciario, desde un enfoque de derechos humanos y con la urgencia que Uruguay requiere.
(*) Representante para América del Sur del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (ACNUDH).
Este artículo de opinión fue publicado en exclusiva por el Semanario «Búsqueda» de Uruguay, en su edición no. 1922, el 15 de junio de 2017.
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