por Navi Pillay, Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos
Hay momentos en la historia en que nos corresponde a todos manifestar nuestra posición. Creo que este es uno de esos momentos.
Durante el año transcurrido, en Túnez, El Cairo, Madrid, Nueva York y centenares de ciudades y otros centros de población de todo el mundo, la voz de la gente sencilla se escuchó, y sus demandas se hicieron evidentes. Su deseo es que los seres humanos constituyan la motivación central de nuestros sistemas económicos y políticos, desean tener la oportunidad de participar de manera significativa en los asuntos públicos, vivir una vida con dignidad y liberarse de temores y carencias.
Lo sorprendente es que la chispa que dio lugar a la primavera árabe, que con el tiempo se propagaría a otras ciudades del planeta, fue el acto desesperado de un solo hombre a quien, en reiteradas ocasiones, le fueron negados los elementos más básicos de una vida con dignidad; se prendió fuego y, con ello, declaró que una vida sin derechos humanos no es vida en absoluto. Pero las ramas secas de la represión, las penurias, la exclusión y el maltrato habían estado acumulándose durante años en Túnez, en toda la región y fuera de ella.
Las acciones y omisiones, los excesos y las abdicaciones de los gobiernos de la región fueron, a decir verdad, el elemento central. Aunque también desempeñaron una función principal las acciones de los Estados poderosos fuera de la región que apuntalaban regímenes autoritarios y promovían políticas destructivas egoístas, que fomentaron la represión, la impunidad, el conflicto y la explotación económica.
Pero a nivel internacional, las evaluaciones que presentaban las instituciones financieras y los organismos de desarrollo antes de la primavera árabe son también ilustrativas: Se decía que Túnez mostraba “notables progresos en el crecimiento equitativo, la lucha contra la pobreza y el logro de magníficos indicadores sociales”; que estaba “en camino” para lograr los objetivos de desarrollo del Milenio; que estaba “muy avanzado en cuanto a gobernanza, eficacia, estado de derecho, lucha contra la corrupción y calidad reglamentaria”; que era “una de las sociedades más equitativas” y “un reformador de primera”. Se nos decía que, en general, “el modelo de desarrollo que Túnez ha procurado implantar en los dos últimos decenios le ha venido como anillo al dedo al país”.
Sin embargo, paralelamente, los observadores de derechos humanos de las Naciones Unidas y la sociedad civil pintaban un panorama de comunidades excluidas y marginadas, indignidades impuestas y negación de los derechos económicos y sociales. Oíamos hablar de desigualdad, discriminación, falta de participación, ausencia de empleos decorosos, falta de derechos laborales, represión política y negación de la libertad de reunión, asociación y expresión. Encontramos censura, tortura, detención arbitraria y falta de independencia de la judicatura. En resumen, oíamos hablar de temores y carencias. Sin embargo, de alguna manera, esta parte de la ecuación influyó muy poco en nuestro análisis del desarrollo.
Esto no significa que el análisis del desarrollo estuviese totalmente equivocado ni que los datos fuesen inexactos. El problema fue que el lente analítico abarcó casi siempre un marco demasiado estrecho y, a veces, simplemente se enfocó hacia donde no debía. Es evidente que no se atendió específicamente la cuestión de eliminar temores y carencias: al menos no para la mayoría.
La atención se centró en cambio muy directamente en el crecimiento, los mercados y la inversión privada, y se prestó muy poca atención a la igualdad y prácticamente ninguna a los derechos civiles, políticos, económicos y sociales. Incluso cuando se puso todo el empeño en los objetivos de desarrollo del Milenio, solo se estableció un conjunto de indicadores económicos y sociales muy limitado, ninguno de los cuales se basaba en los derechos, todos ellos fijaban bajos umbrales cuantitativos, ninguno garantizaba procesos participativos y ninguno entrañaba responsabilidad jurídica alguna.
En lo esencial, los analistas no dieron respuestas incorrectas, simplemente nunca formularon muchas de las preguntas más importantes.
Y esta miopía política se ha reiterado en los países a diestra y siniestra, ya que los dirigentes políticos parecen haber olvidado que la atención de la salud, la educación, la vivienda y la administración imparcial de justicia no son mercancías que se venden a unos pocos, sino derechos de los que todos deben disfrutar sin discriminación. Cualquier cosa que hagamos en nombre de la política económica o el desarrollo debe tener por finalidad promover esos derechos y, cuando menos, no menoscabar su ejercicio.
Cuando el 10 de diciembre de 1948 fue aprobada la Declaración Universal de Derechos Humanos, sus redactores advirtieron que “es esencial para que el ser humano no se vea obligado a acudir, como último recurso, a la rebelión contra la tiranía y la opresión, que el estado de derecho proteja los derechos humanos”. La Declaración estableció los derechos necesarios para una vida con dignidad, libre de temores y carencias: desde la atención de la salud, la educación y la vivienda hasta la participación política y la administración imparcial de la justicia. Se dice que esos derechos pertenecen a todos en todas partes y sin discriminación.
Hoy día, en las calles de nuestras ciudades, la población está exigiendo que los gobiernos y las instituciones internacionales cumplan esta promesa, canalizando sus demandas en vivo por medio de la Internet y los medios de comunicación social. Ya no es una opción hacer caso omiso de esas demandas.
Lo mejor es que los gobiernos y las instituciones internacionales se hagan eco de ellas impulsando un cambio radical en la política hacia la integración definitiva de los derechos humanos en los asuntos económicos y la cooperación para el desarrollo y aprobando leyes de derechos humanos como fundamento para la gobernanza interna y fuente de la coherencia política en todo el sistema internacional. Este es nuestro mandato para el nuevo milenio. Esto es lo que nos impone Túnez.