Este 10 de diciembre, la Declaración Universal de Derechos Humanos cumple 74 años desde su adopción. Como pocas veces en un texto jurídico, su articulado evoca humanidad y un respeto profundo por cada una de las más de ocho mil millones de personas que hoy habitan el planeta.
También enumera prohibiciones a la discriminación en términos de color, sexo, religión, opinión política “o cualquier otra condición”. Esta frase es el verdadero punto de inflexión de la Declaración Universal, pues amplía su protección no solo a las categorías explícitas en su texto, sino a aquellas que, de tan invisibilizadas, no formaban parte del imaginario por allá en 1948.
Las delegaciones que negociaron la Declaración, con el Paraguay entre los primeros firmantes en su calidad de miembro fundador de las Naciones Unidas, poco podían imaginar que siete décadas después, el planeta estaría enfrentando una triple crisis medioambiental: cambio climático, polución y pérdida de la biodiversidad. En 2020, cerca de 400 desastres climáticos a nivel mundial causaron más de 15 mil muertes, afectaron a 98 millones de personas e infligieron daños avaluados en 171 mil millones de dólares.
Causada por la acción y la inacción humana, la crisis medioambiental afecta el disfrute de muchos derechos humanos, como a la alimentación, al agua, a la vivienda, a la salud e incluso a la propia vida. Y como siempre, golpea más fuerte a los grupos más afectados por la discriminación y la desigualdad, creando condiciones ideales para incrementar la conflictividad social. Así, la crisis medioambiental es una crisis de derechos humanos.
América Latina es una de las regiones donde esta triple crisis se hace más palpable, y Paraguay no es la excepción, como dolorosamente nos recuerda la actual sequía que afecta amplias regiones del país, la más grave en los últimos 80 años. Los pueblos indígenas enfrentan especiales obstáculos para el disfrute pleno de sus derechos, lo que es incompatible no solo con la Declaración Universal, sino con las aspiraciones del país de cara al desarrollo sostenible. La situación de las comunidades campesinas y su acceso a la tierra es también un imperativo en Paraguay, así como es crucial la visibilidad y los derechos de otras minorías.
En junio de este año, los equipos de las Naciones Unidas en Argentina, Bolivia y Paraguay realizamos una inédita misión trinacional al Gran Chaco americano. Del lado paraguayo, visitamos la comunidad nivaclé Campo Loa, donde recibimos información sobre cosechas destruidas por la sequía y dificultades en términos de seguridad alimentaria, salud y acceso al agua . Allí fuimos testigos de los inmensos desafíos del Chaco paraguayo, donde los pueblos indígenas intentan sobrevivir a amenazas medioambientales como la sequia, la pérdida de su riqueza cultural (incluyendo sus idiomas) y la pobreza.
También este año, en abril, fuimos invitados a Curuguaty a la comunidad indígena de Campo Agua’ẽ, y a las comunidades campesinas Colonia Yerutí y Marina Cué, para conocer de primera mano su situación. Tanto Campo Agua’ẽ como Colonia Yerutí han recibido decisiones del Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas -que supervisa la implementación del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos-, respecto de denuncias de contaminación y efectos de los residuos tóxicos en la salud de las personas. Y en Marina Cué, pudimos escuchar testimonios de la comunidad donde persisten las huellas físicas y emocionales del violento desalojo que culminó con la muerte de 17 personas en 2012, que hasta la fecha continúa sin resolverse en términos judiciales para algunos integrantes de la comunidad.
Estas y otras vulneraciones de derechos afectan desproporcionadamente a las mujeres y niñas en Paraguay, quienes además de la discriminación y trabas en su acceso a los derechos económicos, sociales y culturales se enfrentan a altos niveles de violencia de género: según el Ministerio de Salud, cada semana una de cada diez niñas da a luz en el país, un indignante recordatorio de este flagelo tan enraizado en la sociedad paraguaya.
Hoy en día, existen iniciativas loables y prometedoras para afianzar los derechos humanos y enfrentar las desigualdades en Paraguay, como por ejemplo el Plan Nacional de Pueblos Indígenas, el fortalecimiento de la Red de Derechos Humanos del Poder Ejecutivo, y la instalación de la Comisión Nacional para el Estudio de los Mecanismos de Recuperación de las Tierras Mal habidas.
Recientemente, además, el país solicitó y recibió visitas del Experto independiente de la ONU sobre sustancias tóxicas y derechos humanos, Marcos Orellana, y el Relator especial de la ONU sobre derechos de las minorías, Fernand de Varennes. Sus recomendaciones, sumadas a las decisiones del Comité de Derechos Humanos antes mencionadas, ofrecen una hoja de ruta privilegiada para avances concretos en la materia.
Teniendo a la Declaración Universal como guía, Paraguay tiene la oportunidad de redoblar sus esfuerzos para promover y reforzar los derechos humanos en varias áreas. Entre otras, asegurar el derecho a la cultura, a los idiomas y a la tierra de las comunidades indígenas y campesinas, el derecho a la seguridad y a vivir en un medio ambiente libre de contaminación. Consolidar los derechos y ampliar la visibilidad de las minorías. Reforzar la prevención de la violencia hacia mujeres y niñas, y la asistencia a las víctimas. Desde las Naciones Unidas renovamos nuestro compromiso para apoyar al país en esta tarea, y en su camino hacia un futuro más justo y sostenible, cimentado en los derechos humanos, sin dejar a nadie atrás.
*Por Mario Samaja, coordinador residente de la ONU en Paraguay y Jan Jarab, representante de ONU Derechos Humanos en América del Sur
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