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El 22 de septiembre, los dirigentes mundiales tendrán una oportunidad de reactivar la lucha contra el racismo cuando se reúnan para celebrar el 10° aniversario de la aprobación de la Declaración y el Programa de Acción de Durban…

Opinión de Navi Pillay, Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos

 

El pasado mes de junio en Jackson, Mississippi, un grupo de adolescentes blancos la emprenden contra un hombre negro de 49 años de edad. Primero lo golpearon salvajemente. Después atropellaron a la víctima con una camioneta y lo dejaron muerto.  ¿Qué causó esa brutalidad?  Según los investigadores del caso, los adolescentes se habían impuesto la misión de “encontrar y agredir a un negro”. Según informes, el incidente fue grabado en vídeo en una cámara de vigilancia que dejó constancia escalofriante de las diferentes etapas de la agresión.

Para algunos, este incidente representa un trágico recordatorio de que, en la ciudad donde en 1962 fue asesinado el máximo exponente del movimiento por los derechos civiles, Medgar Evers, el racismo no cede terreno.  Pero este caso es uno de los muchos ejemplos de violencia racista que día a día se perpetran en todas partes del mundo.  Es una vergüenza que el racismo, la intolerancia y la discriminación sigan siendo algunos de los problemas más apremiantes de nuestros tiempos.  A pesar de los decenios de campaña en contra, a pesar de los esfuerzos de muchos grupos y muchas naciones, a pesar de las incontables pruebas que existen del tremendamente alto precio que impone, el racismo persiste.  No hay una sola sociedad exenta, sea grande o pequeña, rica o pobre.

El 22 de septiembre, los dirigentes mundiales tendrán una ocasión excepcional de reactivar la lucha contra el racismo cuando se reúnan para celebrar el décimo aniversario de la aprobación de la Declaración y el Programa de Acción de Durban de lucha contra el racismo, la discriminación racial, la xenofobia y las formas conexas de intolerancia. 

La Declaración y el Programa de Acción de Durban fue aprobado por consenso en la Conferencia Mundial contra el Racismo en 2001.  El documento abarcó un amplio marco para abordar el racismo, la discriminación racial, la xenofobia y las formas conexas de intolerancia que son características persistentes de nuestros tiempos.  Los Estados Miembros acordaron luchar contra la xenofobia, la discriminación contra los migrantes, las personas indígenas, los romaníes, los afrodescendientes y contra la discriminación basada en la descendencia. 

Los Estados examinaron las pautas trazadas en la Declaración y el Programa de Acción de Durban en 2009, y reactivaron y ampliaron sus compromisos en un documento de reafirmación del programa contra el racismo.  A la sazón, reiteraron la necesidad de que el debate de la cuestión tuviese lugar en un contexto equilibrado y basado en los principios como correspondía al tema, es decir, en el contexto del derecho internacional orientado a los derechos humanos. 

En muchos países, el marco y el proceso lanzado por la Declaración y el Programa de Acción de Durban  han contribuido a mejorar las condiciones para muchos grupos vulnerables; pero el cumplimiento de los compromisos todavía es imprevisible y está muy lejos de ser satisfactorio.

Hay que reconocer que la globalización al parecer ha puesto de relieve el desafío de asegurar el respeto mutuo entre las personas de diverso origen en sociedades que son cada vez más pluriculturales.  

Vemos surgir la intolerancia en nuevas formas como la trata de personas, cuyas víctimas tienden a ser mujeres y niños pertenecientes a los sectores socioeconómicos más pobres.  Los refugiados, los solicitantes de asilo, los trabajadores migratorios y los inmigrantes indocumentados son cada vez más estigmatizados, cuando no penalizado.  La xenofobia está en alza.   

En el peor de los casos y cuando se utiliza con fines supremacistas en los programas políticos, la manipulación de las ideas de diversidad han sido el caldo de cultivo de conflictos armados prolongados, y han encendido de repente la llama de conflictos comunitarios violentos.  

Mi experiencia como juez y Presidenta del Tribunal Penal Internacional para Rwanda me hizo conocer de primera mano de qué manera el odio aniquila a las comunidades.  Pero también he conocido de magníficos actos de valentía.  Tengo grabado en mi memoria uno de esos episodios.  Ocurrió en el noroeste de Rwanda, cuando pistoleros hutu atacaron una escuela y ordenaron a los alumnos a separarse en grupos étnicos hutu o tutsi.  Los alumnos se negaron a identificar su origen étnico para no traicionar a sus compañeros.  Diecisiete muchachas fueron asesinadas por haber asumido tan valerosa actitud.

Y yo sigo preguntándome, ¿cómo podemos ser dignos del ejemplo de esas niñas?  Creo que todos debemos poner de nuestra parte para lograr juntos un entorno de respeto a la igualdad, la justicia y la no discriminación.

Estos imperativos estuvieron muy presentes en mi mente cuando fui a Yad Vashem durante mi visita a Israel en febrero pasado.  Esa visita fue un poderoso recordatorio de que el odio racial, los crímenes de lesa humanidad y el genocidio nunca deberán ser tolerados, y que jamás podremos olvidar el Holocausto.  La Declaración y el Programa de Acción de Durban  contienen ese llamamiento, esa exhortación a todos nosotros de que recordemos el Holocausto como fuerza de transformadora y pongamos nuestra valoración colectiva y el legado del  pasado al servicio de un futuro para todos donde no haya racismo.

Un mes después visité la Isla Goree, en el Senegal, la tristemente célebre «puerta sin retorno» por donde un sinnúmero de africanos fueron enviados encadenados a las Américas en su travesía trasatlántica durante el comercio de esclavos.  Mientras viajaba por la isla donde se vendieron miles de seres humanos como mercancías, me vino a la mente que nunca podremos compensar de verdad a las víctimas de delitos racistas que son una herida abierta en la conciencia de la humanidad. 

Las Naciones Unidas ha dedicado este año a los afrodescendientes, pero nunca podremos hacer verdadera justicia a los millones de víctimas del prejuicio y la intolerancia y a sus descendientes que todavía sufren en carne propia el legado de la discriminación.  Lo que podemos hacer, al menos, es asegurar que su calvario sea un llamado a buscar la manera de aliviar el sufrimiento de los demás ahora y en el futuro.

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